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 Marc Jaeger, Presidente del Tribunal de Primera Instancia | |
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 La creación del Tribunal de Primera Instancia, decidida por el Consejo en octubre de 1988, perseguía un triple objetivo: dotar al sistema judicial europeo de un órgano destinado a examinar los recursos que exigían un análisis en profundidad de hechos complejos; instaurar un sistema de segunda instancia con el fin de mejorar la protección del justiciable y permitir al Tribunal de Justicia concentrarse en su actividad esencial: garantizar la interpretación uniforme del Derecho comunitario. Por ello, en un primer momento se confió al Tribunal de Primera Instancia la tarea de ocuparse, en particular, de los litigios enmarcados en el Derecho de la competencia. A lo largo de los años, esas competencias se han ido ampliando progresivamente hasta el punto de que, con pocas excepciones, en la actualidad el Tribunal de Primera Instancia conoce de todos los recursos presentados por los particulares, las empresas y los Estados miembros contra las decisiones adoptadas por las instituciones y los órganos de la Unión Europea. En primera instancia, dado que está sometido al control de casación del Tribunal de Justicia sobre las cuestiones de interpretación del Derecho, el Tribunal de Primera Instancia desempeña la función esencial de garantizar que los órganos con poder de decisión de la Unión Europea (especialmente la Comisión) respeten el Derecho en un número considerable de ámbitos. Entre ellos se encuentra, por supuesto, el Derecho de la competencia, cuyo fin es impedir que las empresas adopten comportamientos que perjudiquen los intereses del consumidor, y dentro del cual han tenido un eco importante algunos litigios recientes relativos al sector informático, la industria discográfica o el transporte aéreo. Pero también cabe mencionar los asuntos sobre el control de las decisiones de la Comisión sobre la compatibilidad con los Tratados de las ayudas concedidas por los Estados a las empresas, los litigios sobre el registro de marcas comunitarias, las medidas de defensa comercial, el acceso de los ciudadanos a los documentos de las instituciones, las decisiones que congelan los fondos de personas vinculadas a organizaciones terroristas, las medidas de reducción de las emisiones de los gases de efecto invernadero, la prohibición de la comercialización de sustancias fitofarmacéuticas, con lo cual el Tribunal de Primera Instancia es actualmente un actor clave no sólo en la vida económica de las empresas, sino también en sectores tan diferentes como la seguridad, las libertades fundamentales, la salud y el medio ambiente. No obstante, ello no significa que cualquier persona esté legitimada para acudir al Tribunal de Primera Instancia con objeto de impugnar actos de la Unión Europea de los que no sea destinatario o que no le afecten de modo específico. Concretamente, en principio, los actos de alcance general (como las directivas europeas) no pueden impugnarse directamente, pero su legalidad puede cuestionarse mediante un recurso dirigido contra medidas individuales, especialmente nacionales, que apliquen dichos actos. Por lo tanto, en el Derecho comunitario no existe la denominada acción popular, y se exige que los demandantes demuestren que sus derechos se ven afectados directa e individualmente para que su acción prospere. A los ojos del ciudadano europeo puede parecer que esta exigencia restringe el acceso a la justicia (obsérvese, no obstante, que si el Tratado de Lisboa entra en vigor, se facilitará notablemente el acceso a la justicia, ya que en dicho texto se han suavizado los requisitos de admisibilidad del recurso de anulación). Sin embargo, se trata de un régimen existente en numerosos sistemas jurídicos, cuyo fin es garantizar que los órganos jurisdiccionales resuelvan únicamente sobre litigios en los que el interés de los demandantes se basa en una realidad concreta y que, en la arquitectura judicial europea trazada por los Tratados, confiere al juez nacional un papel de relevo en la aplicación y el control de la legalidad del Derecho comunitario. La necesidad de este reparto resulta aún más evidente si se toma en consideración el hecho de que, a fin de cuentas, el Tribunal de Primera Instancia es un órgano jurisdiccional de tamaño reducido en términos de plantilla. En efecto, el Tribunal de Primera Instancia, compuesto por veintisiete jueces, tiene a su servicio menos de trescientos agentes y funcionarios, encargados de su buen funcionamiento. Esta cifra debe valorarse a la luz de la obligación que tiene este órgano jurisdiccional de ser capaz de tramitar los recursos en las veintitrés lenguas oficiales de la Unión, así como de las características propias de los ámbitos competenciales del Tribunal de Primera Instancia. Son asuntos cuya documentación, por su carácter, es particularmente voluminosa y compleja desde el punto de vista económico o técnico, asuntos que precisan de un examen minucioso de los hechos y en ocasiones tienen un impacto determinante sobre todo un sector. Sobre todo, el Tribunal de Primera Instancia ha de enfrentarse a una conjunción de factores estructurales (como la nueva competencia relativa a los recursos interpuestos por los Estados miembros, el gran incremento de los asuntos en materia de marca comunitaria y, a un nivel más general, la ampliación de la Unión y la intensificación de la actividad normativa comunitaria) que ha dado lugar a un aumento sin precedentes del número de nuevos asuntos. Las cifras hablan por sí solas: los recursos presentados anualmente ante el Tribunal de Primera Instancia han pasado de doscientos treinta y ocho en 1998 a cuatrocientos sesenta y seis en 2003, hasta alcanzar los seiscientos veintinueve en 2008, lo que supone un aumento de más del 160 % en diez años. Ante la acumulación de los retrasos judiciales, se adoptaron medidas con el fin de mejorar la eficacia del órgano jurisdiccional: constitución de tres salas adicionales, optimización del calendario de vistas, simplificación del procedimiento en materia de marca comunitaria, redacción más breve, actualización de los útiles estadísticos e informáticos, etc. Gracias a ello se registró un aumento tangible del número de asuntos resueltos en 2008. Sin embargo, ello no ha logrado evitar el aumento progresivo, lento pero inexorable, de asuntos pendientes y, con él, la prolongación de la duración de los procedimientos, verdadero termómetro de la salud de un sistema judicial. Efectivamente, el derecho a que un asunto sea juzgado en un plazo razonable es un derecho fundamental, inherente al propio concepto de Justicia. El propio Tribunal de Justicia se vio obligado a declarar, en una sentencia del pasado 16 de julio, que el Tribunal de Primera Instancia había rebasado, en un asunto del que conocía, los límites temporales razonables que el justiciable tiene derecho a esperar que dure un procedimiento judicial. Así pues, este órgano jurisdiccional tiene ante sí un verdadero desafío, debiendo evolucionar y adaptarse a las nuevas características de su ámbito competencial. Ello es absolutamente necesario para que el Tribunal de Primera Instancia pueda seguir desempeñando plenamente la función que le fue encomendada. Ante él se abren dos vías: la primera conduciría a la radical redefinición de la propia concepción que tiene de sus resoluciones el juez comunitario de primera instancia. El Tribunal de Primera Instancia podría condensarlas al máximo, sin exponer las múltiples etapas del razonamiento ni responder en detalle al conjunto de las alegaciones esgrimidas. En mi opinión, el remedio sería entonces peor que la enfermedad. Moviéndose en los complejos ámbitos y entre los importantes intereses en juego propios de los litigios de los que conoce, el Tribunal de Primera Instancia ha forjado su legitimidad uniendo claridad, transparencia y una jurisprudencia motivada. Como telón de fondo se halla la idea de que la resolución judicial deber resolver el litigio sometido al juez, pero asimismo permitir a los actores, ya sean privados o institucionales, comprender, aceptar y adaptarse al entorno jurídico dibujado por el juez en su misión de interpretación y de aplicación del Derecho. Por lo tanto, los pasos habrán de encaminarse hacia la segunda vía, la reforma de la arquitectura judicial. En lo que respecta al Tribunal de Primera Instancia, los Tratados establecen dos mecanismos para responder a la necesidad inminente de situar la productividad judicial en un nivel que asegure su continuidad: aumentar el número de sus jueces y de los efectivos que les son asignados, o bien crear un nuevo tribunal especializado competente en un ámbito específico del cual el Tribunal de Primera Instancia no conocería en primera instancia (a semejanza de lo que se hizo en 2005 con los litigios sobre la función pública europea). Los litigios sobre propiedad intelectual (especialmente los relativos a las marcas comunitarias) podrían prestarse a una transferencia de la competencia. Sin embargo, sea cual fuere la opción que se escoja, el Tribunal de Primera Instancia no tiene en sus manos las llaves de su destino. La decisión corresponde a los órganos políticos de la Unión Europea: el Consejo y, si para entonces el Tratado de Lisboa ha entrado en vigor, el Parlamento Europeo. No hay ninguna duda de que, atentas a que la Unión Europea respete el principio del Estado de Derecho -del cual constituye una de las garantías fundamentales el buen funcionamiento de la justicia-, dichas instituciones serán sensibles a la señal de alarma lanzada por el órgano jurisdiccional y de que, en su decisión, tendrán el buen sentido de dejarse guiar por el interés del justiciable. |